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jueves, 19 de mayo de 2011

Relatos I: Tenemos que hablar

Entré en casa sin hacer ruido, quería darle una sorpresa. Salía de la ducha cuando llegué. Escuché como abría la mampara sin evitar, como siempre, darle un leve y sonoro golpe al cristal. Sabía que le encontraría. Él siempre llega a casa a la misma hora, con la misma prisa, con el mismo ánimo; siempre pone, nada más llegar, el mismo disco, des de la misma canción; siempre se equivoca en la misma frase, debe de gustarle más así; siempre va dejando un rastro de ropa por todo el pasillo, hasta el baño, siempre tarda lo mismo en ducharse, siempre lo mismo en secarse. Siempre lo mismo de siempre. Pero aquel día tardaba más de lo habitual. ¿Por qué?  
Mientras tanto preparé café, el que le gusta, el que siempre le ha gustado, el que compra el mismo día de cada mes en la misma tienda. El café estaba listo pero él aún no había salido del baño. ¿Qué hacía tanto rato ahí dentro? Sin darme cuenta el volumen del reproductor de la habitación había subido y no podía escuchar sus pasos. Él seguía sin aparecer.
De repente la música dejó de sonar, y la puerta de entrada se abrió y cerró. Se había marchado, sin verme, sin saludarme, sin avisarme, sin tan si quiera notar mi presencia. Como ocurría habitualmente, como ocurría des de hace ya demasiado tiempo.
Hacía días que no coincidíamos, él se marchaba antes de mi llegada, cuando él entraba yo ya había salido. Los dos debíamos saber que esto no podía seguir así pero no hacíamos nada para cambiarlo.
Salí en su busca, tenía tiempo de llamarle. Tendría que salir por la portería cualquiera que fuera su destino, justo debajo de la ventana del salón. Antes ya había visto el coche aparcado delante del edificio. Siempre aparca en el mismo sitio, justo delante de la lavandería, también justo debajo de la ventana del salón.
Salía del portal cuando me asomé por la ventana. No me escuchó llamarle, o no quiso escucharme. Vi como entraba en un coche situado en doble fila delante de la puerta de entrada. A penas podía ver quien conducía. Solo pude distinguir un más que afectuoso saludo. ¿Pero a quien? No cabía duda que se trataba de una mujer, una larga melena reposaba en sus hombros durante el largo abrazo. El vehículo me resultaba familiar. Más tarde recordé que lo había visto más de una vez aparcado justo delante de la lavandería, justo debajo de la ventana del salón, justo donde él siempre aparcaba el suyo.
Fue la gota que colmó el vaso. No sabía que hacer, como reaccionar a unos hechos más que evidentes. Una cosa era la ya habitual falta de comunicación y otra muy distinta esa traición.
Volví a poner la música. La misma canción con la que siempre inicia el ritual después de su llegada. Cogí las tazas, me senté en su sillón de lectura y bebí mi ya frío café. Al acabar la canción, me levanté y arrojé su taza aún llena contra el reproductor. La siguiente canción ya no se escucharía. Le dejé una breve nota encima del ya inservible aparato y me marché.


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